Todo el mundo conoce ya la terrible hazaña del policía Andrés Figea. No es esta la primera brutalidad que cometen los agentes del orden; los dignísimos representantes de la autoridad. Tampoco será la última.
Ahora
estudiemos desapasionadamente el asunto.
Nosotros
hemos escrito muchos artículos hablando de la falta de respeto que los
ciudadanos -mal educados socialmente- manifiestan hacia los agentes de la
autoridad. La policía inglesa, hemos dicho, no es mejor que la policía
española; lo que sucede es que aquélla cuenta con la ayuda, con la cooperación
inmediata de los ciudadanos que ven en el policía un hombre serio, imparcial,
desapasionado; dispuesto siempre a colocarse en favor de los ciudadanos que
demandan auxilio. ¿Por qué no sucede aquí lo mismo? Contestar a esa pregunta
sería resolver completamente el problema. La esencia, el fondo, el alma de esta
cuestión interesantísima entra en la psicología de nuestro pueblo que por
causas étnicas; por indeterminados atavismos; por su tradición; tal vez por sus
vicisitudes a través de la historia, ostenta un carácter indómito; propicio a
dejarse arrebatar por todas las pasiones. Desde luego, cualquiera que sean las
causas que determinen su carácter, lo cierto es que aparece demasiado salvaje;
poco civilizado.
Acusar
de salvajismo al guardia Figea es algo que puede hacerse impunemente: ahí está
su obra, su inicuo proceder; su acción vituperable para justificar todos los
calificativos denigrantes que se le quieran dedicar; pero con esto no se
conseguirá gran cosa; los policías no se enmiendan con la aplicación de
adjetivos. Aun castigándoles en la forma que previenen las leyes no es posible
creer en su regeneración; el mal es tan hondo que necesita una cirugía y una
terapéutica nuevas que no se han incorporado aun a nuestro sistema legislativo.
El
policía no es un hombre caído de la luna; no es de otra naturaleza, de otra
raza distinta a la nuestra. El policía no se diferencia de los demás ciudadanos
más que en el uniforme y donde los ciudadanos son brutales, pendencieros,
irrespetuosos e irreflexivos, la policía es también brutal, apasionada,
irrespetuosa e irreflexiva. El guardia es, casi siempre, un hombre inculto; un desgraciado
víctima de su debilidad o de su ignorancia que no hallando otra ocupación mejor
aceptó el uniforme de policía como hubiera aceptado la escoba o el uniforme de
lacayo en cualquier casa grande. Las escasas formalidades que presiden su
nombramiento son la sospecha de su inutilidad; una sospecha que se confirma
casi siempre.
Las
reformas últimamente realizadas en el cuerpo de policía han llenado las
delegaciones de agentes especiales, de jóvenes que suponemos cultos e
inteligentes; de hombres que aman su profesión y se esfuerzan en desempeñarla
honradamente. ¿Qué hacen estos jóvenes? ¿Cuál es su secreta misión? ¿Es que
todos se ocupan de eclipsar la gloria de Scherlok Holmes? ¿No sería prudente
dedicarles a desempeñar las humildes y delicadas funciones que desempeñan los
guardias? La cultura, el talento, la buena educación de esos señores son, sin
duda, la mejor garantía que se puede pedir en el desempeño de tales funciones.
Piense
sobre esto el ministro de la Gobernación; vale la pena de dedicar al asunto un
poco de atención. Es preciso que el caso del agente criminal que patea las
entrañas de una criatura no se repita. Es preciso poner a esto un remedio
inmediato.
Article escrit per Andreu
Nin el 23 de juliol de 1914.
Aquest
cas de brutalitat policial correspon al succés que va saltar als mitjans de comunicació
el dia abans de `publicar-se l‘article d’Andreu Nin, i que va causar la mort
del jove Francisco Lea Sanz, desprès d’assistir a una manifestació a Murcia. Fou
envestit amb tota la intenció i de manera brutal pel policia Andrés Figea, quan
el jove manifestant intentava fugir per a no ser detingut. Una manera molt particular d'aplicar la "ley de fugas".
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