Continuemos hablando de la calle que es el lugar donde se pone de manifiesto a primera vista la cultura o la incultura de los ciudadanos.
Ayer estábamos sentados, a la hora del vermut en la
terraza de un café en la Rambla del Centro. Por la acera, caminaba una mujer
joven con un niño en los brazos y otro en la mano. Como las mesas del café
ocupan todo el ancho de la acera, la pobre mujer tuvo que bajar al arroyo en el
momento en que pasaba un automóvil, de los que marchan por las vías más
céntricas a toda velocidad. El automóvil rozó ligeramente el cuerpo de la
criaturita que iba cogida a la mano protectora de su madre y ésta dio un grito
ante la sensación de aquel peligro evidente. No sé lo que en aquel momento
pensarían mis compañeros de terraza; pero yo sentí una profunda desesperación y
una gran vergüenza, haciendo el propósito firmísimo de no volver a sentarme en
la terraza de ninguno de estos cafés que usufructúan la acera en perjuicio de
los demás ciudadanos. Cada uno entiende a su modo la libertad y la democracia,
y el que escribe estas líneas, si tuviese autoridad para ello, mandaría que
desaparecieran inmediatamente todas las mesas que los dueños de los cafés
colocan en la acera de un modo arbitrario.
La terraza subsiste como otras muchas cosas absurdas, en
virtud del falso concepto de la libertad que tienen la mayor parte de los
ciudadanos; la terraza es, como dicen los ingleses, que no toleran la menor
infracción de los derechos colectivos, un privilegio inmoral que se concede a
individuos que no tienen nada nada que hacer en perjuicio de otros que tienen
necesidad de ir lo más cómodamente posible de un sitio a otro.
Está muy bien que los ciudadanos que no se ven agobiados
por múltiples ocupaciones; los que disponen durante el día de algunas horas
libres, tomen el aire sentados en la vía pública; pero lo menos que pueden
hacer estos ciudadanos felices es no estorbar a los otros; a los pobres que no
tienen tiempo de descansar y necesitan ir constantemente en todas direcciones.
Además, estos señores que ocupan las terrazas de los cafés de las ramblas
demuestran un gusto deplorable. En las ramblas se respira a todas horas el
polvo y la gasolina que dejan pasar los automóviles y los carruajes y el
espectáculo no es ni pintoresco, ni artístico ni apacible. ¿No sería muchísimo
mejor para ellos ir a la playa, al campo, a la montaña? La mayor parte de los terracistas
son hombres desocupados que se sientan en los cafés para matar el tiempo. La
misión social de estos hombres es algo así como la de las estatuas que adornan
los paseos y los jardines. Son figuras decorativas y como tales estamos
obligados a colocarles en el lugar donde luzcan más sus gallardas actitudes y
estorben menos a los transeúntes.
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