La muerte de Berta de Suttner pone nuevamente ante nosotros el fantasma de la paz; porque la paz no pasa de ser uno de los más vaporosos fantasmas que pueblan el mundo de los sueños.
Cuando se piensa un poco sobre esto
hay que comenzar por hacer un sinnúmero de distinciones. No hay nada tan
semejante a la paz como la muerte y precisamente por horror a la muerte
deseamos la paz. Esto quiere decir que la palabra paz tiene un doble sentido.
Los pacifistas quieren decir al hablar de paz que debe evitarse el homicidio
colectivo y legal que traen consigo la guerra, ¿Pero esto es posible?
Los definidores de la paz dicen: “Es
una virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación
y las pasiones.” ¿Y qué sería la vida sin pasión y sin turbaciones? Aquí hay
que volver a empezar; las palabras pasión y turbaciones tienen al referirse a
la paz un sentido especial que no es el que le atribuimos nosotros, los que
vivimos en una turbación perpetua, en un continuo apasionamiento. “No paz, sino
guerra; perezcan los débiles” -decía el poeta Nietzsche en su delirio amoroso
hacia la humanidad. – “¿Qué hacemos con este niño que nació tan endeble y
raquítico?” -preguntaron en Grecia a un filósofo- “Lo mejor que podéis hacer
-respondió el sabio- es matarlo.” Y esta impía sentencia significaba el deseo
de evita una serie infinita de dolores. Acaso la paz sea la supresión del
dolor. Considerada así la palabra tiene un valor ideal mucho más grande ante
nosotros; pero también de este modo es un sueño, un fantasma, un imposible.
Diecinueve y pico de siglos llevan los sacerdotes cristianos diciendo: “Amaros
los unos a los otros”, y no han conseguido gran cosa con sus entusiastas
predicaciones. Es doloroso confesarlo, pero hay que convenir en que los
defensores de la paz están siempre en ridículo. A cada una de sus conferencias sucede
una guerra cruelísima. Todos sus argumentos; todas sus magníficas teorías, se
estrellan contra el instinto homicida de los pueblos.
Sería curioso comparar los discursos
de los pacifistas con las breves alocuciones de los generales que llevaron a
los campos de batalla millones de hombres, las arengas de Napoleón son breves, imperiosas,
rotundas; en ellas no hay circunloquios ni argumentaciones de ninguna especie.
¡A la guerra! ¡A la victoria! ¡A conquistar el mundo! Son palabras
arrebatadoras, que rasgan el espacio como una flecha, que suenan como un toque
de corneta, y los corazones laten al oírlas apresuradamente y las manos empuñan
crispadas de placer las armas homicidas. Esto es absurdo, aterrador,
incomprensible; pero cierto, horriblemente cierto.
Todos estamos convencidos de que la
guerra es una calamidad, un mal que hay que evitar a toda costa; pero hacemos
lo que el padre, que, para corregir la violencia de su hijo, le dice: “! ¡Si
pegas a tu hermano, te voy a dar una bofetada!”
Article escrit per Andreu Nin al diari La Publicidad el 10 de juliol de 1914.
En aquest article Nin introdueix tot un seguit de reflexions sobre la guerra i la pau tot just quinze dies abans de que esclatés la Primera Guerra Mundial però que, per desgràcia, no han perdut cap vigència.
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