Hablemos de la calle de Robadors. Es una vía estrecha que va desde la calle San Pablo a la del Hospital. Esta mañana, por necesidades del oficio, hemos tenido que estar en esa calle más de una hora y aún conservamos la impresión que la calle de Robadors ha dejado en nosotros.
En la puerta de una taberna, alrededor de pequeñas mesas,
comían multitud de obreros que trabajan en algunos talleres próximos; una nube
de moscas, de estas moscas pegajosas, tenaces, zumbonas, insoportables,
revolotean sobre los platos, sobre las cabezas de los comensales. En el suelo
hay despojos de verduras mezcladas al estiércol de las caballerías. Alineados,
junto al muro, se ven dos vehículos de los que reparten la carne; dos
carricoches destartalados, sucios, que despiden un olor nauseabundo. Sería
preciso ir a Luxor, a Benarés, al Cairo, para contemplar un espectáculo
semejante. La calle de Robadors y otras que iremos citando oportunamente, todas
situadas en el centro de la dulce Barcelona, como la llama nuestro querido
amigo Vilardell, son una muestra palpable del afán higienizador que caracteriza
a nuestros alcaldes y a sus distinguidos y amables subalternos. Los chinos, que
comen moscas y carne podrida, no conocen estas deliciosas calles de Barcelona;
no saben que existen aquí estos magníficos centros de putrefacción, donde ellos
podrían vivir como en su propia casa. Si lo supieran, ya habrían invadido la
ciudad.
No hay nada tan pintoresco como esta calle de Robadors,
en la que no falta ningún detalle, ningún requisito de los que puedan
contribuir a hacerla insoportable. Las basuras, los excrementos de las bestias,
los despojos de carne y de verduras, los huesos roídos por los perros y por
estos magníficos comensales que devoran, que engullen la humeante bazofia al
aire libre, oseando las moscas dulcemente para no matarlas, o sacándolas del
plato donde ellas se precipitan con un afán suicida. Junto a las mesas, los
mendigos, con sus manos deformes, con sus piernas anquilosadas, con sus ojos
ciegos, legañosos y enrojecidos;
mendigos profesionales que llevan en la mano el clásico platillo de
estaño y golpean furiosamente el suelo con un cayado para anunciar su paso,
para que la gente se aparte y les deje libre el camino; mendigos que piden con
voz autoritaria, con voz amenazadora y en cuyos labios hay palabras humildes o
terribles maldiciones, según es la dádiva o la respuesta de la persona a quien
demandan; mujeres sucias, desgreñadas, harapientas, que muestran con orgullo
sus vientres hinchados y sus pechos temblantes y gelatinosos; chicuelos que
juegan con las inmundicias del arroyo; olor de salsas picantes, de carne en
descomposición, de orines que se evaporan al sol; ruido de platos, de botellas,
de sillas desvencijadas que crujen bajo el peso de los que se sientan; voces
roncas, gritos, groserías, imprecaciones, carcajadas. Y dominando este coro
trágico la voz del pianito callejero, que entona el obsesionante couplet
de Ninón, que repite la multitud una, diez, veinte, treinta, cuarenta,
ochenta veces al día, como un rito, como una sentencia, como una maldición.
¡Oh, esta soberbia calle de Robadors! ¡Qué magnífica, qué
deliciosa prueba de nuestro carácter meridional! No hay que tocarla, no hay que
espantar ni una de sus moscas; debemos conservarla para que la vean, para que
la gocen con su espectáculo los extranjeros que vendrán a visitarnos muy
pronto; cuando se celebre ese grandioso certamen que preparan nuestros
prohombres.
Eco escrit per Andreu Nin el 25 de juliol de 1914.
Com prediu Nin, el
carrer de Robadors encara avui es manté amb aquesta aureola de la Barcelona
bruta i fosca. Mireu que es deia d’aquest carrer tot just fa un any: “...el último reducto de la
prostitución diurna en pleno centro de Barcelona: la calle Robadors. Un oasis
aparentemente libre de coronavirus donde confluyen la prostitución, el
narcotráfico y la violència.”
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